María Tenorio, Junio 2011
Leí la convocatoria en un periódico local: se invitaba a un concierto para recoger fondos que ayudaran a sufragar gastos médicos de un artista que había sobrevivido pintando postales. Di con esa nota de prensa mientras buscaba eventos culturales donde enviar a mis estudiantes de primer año de universidad.
Mi reacción inmediata fue pasar la página. Como mis alumnos poco o nada tienen que ver con el sector cultural (cursan economía, derecho o ingeniería), decidí no mostrarles esta faceta lastimera que tanto se proyecta en los medios de comunicación. Luego me he quedado pensando en el porqué de mi reación. De eso escribo en las próximas líneas.
Pena ajena
Mi actitud obedece a un sentimiento de pena, en los dos sentidos que usamos la palabra, dolor y vergüenza. Pena de difundir el imaginario del artista víctima que se ha entregado al Arte (con mayúscula inicial) a costa de sacrificar una vida digna. Ante un grupo de jóvenes que ha optado por profesiones bien vistas socialmente, me da pena alimentar el mito del fracaso de quienes se dedican --nos dedicamos-- a la producción cultural.
Aclaro: la actitud altruista de recolectar dinero para la salud de otro me parece loable. Los ciudadanos tenemos que hacernos cargo de lo que, muchas veces, el Estado no puede resolver o de ayudarnos entre nosotros cuando el Mercado nos deja fuera o nos quiere cobrar demasiado. Con la lógica imperante, al Estado no se le puede pedir que nos resuelva la vida en muchas de sus facetas, aunque la Constitución establezca lo contrario. Lo que me produce vergüenza y dolor no es, pues, el acto de solidaridad, sino la marginalidad de la producción cultural en nuestro país, la precariedad de los espacios para dedicarse con dignidad al arte y la cultura.
La producción cultural es poco atractiva profesional y laboralmente en El Salvador. Es decir, trabajar en el sector cultural, sobre todo en su ámbito estético, dedicado a las cosas inútiles que hacen esta vida placentera y divertida. Me refiero a dedicarse a las artes visuales, la producción de cine y video, la literatura, las artesanías, el teatro, la danza, la música, etc. Y cuando hablo del escaso atractivo quiero decir que se trata de actividades poco rentables económicamente. En otras palabras, producir materiales en los cuales vernos reflejados --películas, fotos, pinturas, esculturas, libros-- se vuelve una tarea titánica en este país por la pequeñez de los públicos consumidores.
A menos que se trate de la industria publicitaria --donde la producción de contenidos de fuerte carga simbólica es bien pagada-- dedicarse al Arte es ir contracorriente. Para muchos, a eso se le conoce como “locura”. También se le ha llamado “vagancia”. No es más que un mito relacionado con la escasez de espacios para producir arte y cultura, para formarse en las distintas disciplinas de la producción cultural, para insertarse en el mercado de trabajo en condiciones favorables. En suma, para ganarse la vida.
Cosas del espíritu
Pero hay otro elemento también presente en el mito del artista que, a mi juicio, lo perjudica más que beneficia. Es la consideración del arte y la cultura como producciones del espíritu --y para el espíritu-- que no deben contaminarse con los hedores del dinero que despide el mercado. De ahí surge la otra cara del “loco”, el “vago”: el “creador” de belleza que está por encima del mundo material. Otra vez más apelo a la lógica imperante de nuestras sociedades: el arte y la cultura no tienen más alternativa que entrar en el Mercado. Para que la oferta de esos productos rinda beneficios económicos debe haber una demanda que pague por ellos. Generar esa demanda consiste en educar públicos que disfruten del arte, que “vivan la cultura”, como propone el eslógan de la Secretaría de Cultura.
Ver con lástima a los productores culturales, como esos seres que apenas sobreviven, me parece infamante y, por decirlo con un lugar común, propio de nuestro subdesarrollo. En otros países la producción cultural se considera una industria. En otros países, las industrias creativas rinden beneficios económicos, pagan impuestos y dan trabajo, al tiempo que embellecen los espacios públicos y privados, y hacen que la gente se sienta orgullosa de su localidad. Para que lleguemos ahí nos faltan varias generaciones y varias iniciativas como la del Teatro Poma o el Festival Internacional de Teatro Infantil (FITI), por mencionar dos ejemplos. Nos falta luchar contra los mitos de la víctima, el loco y el vago. Dignificar el trabajo del sector cultural comienza por considerarlo trabajo, con seguridad social incluida. En este sector, como en otros, muchos han optado por emigrar para profesionalizarse, ejercer y vivir dignamente.
Con el pretexto del Bicentenario, propondría que algunas personas expertas se reunieran en una comisión para la creación de políticas públicas tendientes a desmarginalizar al artista, propiciando su inclusión social. Sí, lo digo en son de burla, pero también en serio. Hace falta más que repetir el mantra de “vivir la cultura”.
Ilustración: "Santa cena" de Rosa Mena Valenzuela, 1978