María Tenorio, febrero 15, 2012
Un signo indiscutible de feminidad son los zapatos de tacón. Se me ocurrió aplicar esa idea después de 5 años de llevar calcetines y zapatos cerrados durante mi vida de universitaria en Ohio, Estados Unidos, donde el frío abarca casi tres cuartas partes del año.
Cansada de vestir jeans y camisetas manga larga, decidí que, al instalarme de nuevo en El Salvador, cambiaría mi atuendo por uno fresco, casual y muy “femenino” que incluiría, definitivamente, tacones.
Así fue como, antes de mi regreso definitivo a la patria, me compré cuatro pares de tacones en esas tiendas de descuento que abundan en el norte. Todavía los recuerdo: unas sandalias cafés de cuña y otras negras con hebilla; unos zapatos cerrados azules de punta cuadrada y tacón de madera, y otros negros clásicos. Ninguno tenía tacón de aguja. Siempre fui inútil para los tacones, así que mis nuevas adquisiciones eran bastante conservadoras en cuanto a estilo y altura.
Usé los tacones para breves visitas laborales –pues trabajaba en mi casa— o para reuniones sociales. Apenas los aguantaba para desplazarme. Mis pies, en toda su anatomía, padecían terriblemente. Mi forma de andar se vio afectada, pues me costaba mantener el equilibrio y parecer “natural” al mismo tiempo. Caminar se volvió un acto al que le dedicaba más atención que nunca antes. Mantener el deseado look elegante, chic o glamoroso se convirtió en una tortura para mis extremidades inferiores y, por ende, para mí. Tardé más de un año en renunciar por completo a los zapatos de tacón. No son para mí, me dije convencida, y los regalé. Su buen estado los volvía aptos para seguir martirizando a otra cristiana.
De verdad, para mí fueron eso: una tortura. Y parece que no es una experiencia exclusivamente mía. Dos textos completamente diferentes y distantes en el tiempo así lo reconocen, empleando esa misma palabra. Tortura. El primero es un texto muy sesudo, feminista y crítico escrito por la mexicana Rosario Castellanos en 1973; el otro, un artículo periodístico de hace pocos días basado en una consulta médica.
La Castellanos, en su libro Mujer que sabe latín (1973), dice que el zapato de tacón “posee todas las características con las que se define a un instrumento de tortura. En su parte más ancha aprieta hasta la estrangulación; en su extremo delantero termina en una punta inverosímil a la que los dedos tienen que someterse; el talón se prolonga merced a un agudo estilete que no proporciona la base de sustentación suficiente para el cuerpo, que hace precario el equilibrio, fácil la caída, imposible la caminata.” Según esta escritora, los símbolos de la belleza femenina han sido inventados por los hombres para convertir a la mujer en una especie de deidad inepta, inutilizada, para “reducírsela a la impotencia”. Para convertirla en un objeto y confinarla al reducido espacio de la domesticidad.
A mí la Castellanos me suena demasiado radical: descalifica prácticamente todos los símbolos de belleza femenina, incluso el maquillaje con cuya industria mi palidez está tan agradecida. Pero le doy la razón a esta señora en relación con los tacones. Más aun cuando me acuerdo de aquella canción que alguna vez bailé: “Con zapatos de tacón se mueven/como programadas para coquetear.” No, señores de Bronco; “con zapatos de tacón las nenas” no “se ven mejor que con zapatos de piso”. Ustedes están equivocados.
El otro texto salió publicado en La Prensa Gráfica con el título de “Elegancia que atenta contra la salud”, y, a mi parecer, coloca los puntos sobre las íes en relación con los tacones: los más altos de cuatro centímetros son dañinos para la salud. No hay quien se libre. El médico consultado en ese artículo enumera una serie de males que puede padecer quien lleve este tipo de calzado de forma habitual: juanetes, callos, rigidez en el tendón de Aquiles, deformación de músculos, dolor en los pies y las piernas, artrosis y artritis en la columna lumbar.
Estos atractivos y seductores objetos, así como los corsés que usaban nuestras antepasadas, bien harían en buscar sitio en algún museo.
Ilustración: fragmento del mural en el Centro Cultural Rosario Castellanos, en Comitán, México; obra de Rafael Muñoz López y Mario Pinto Pérez.