María Tenorio Jueves, Junio, 23, 2011
En medio de todos nuestros desacuerdos nacionales, quizás en un punto podamos estar de acuerdo: ser salvadoreño es una condición un tanto ingrata. Digo “quizás” porque algunos dirán que, violencias y corrupciones aparte, se sienten orgullosos de esta nacionalidad. Para demostrarlo esgrimirán símbolos de identificación tales como las pupusas, el queso duroblandito, la Pílsener, la Selecta. A usted se le ocurrirán otros más de similar calibre, es decir, de carácter provinciano, aldeano o, como decía mi querido profesor Paco Escobar, municipal.
Horacio Castellanos Moya, autor de El asco, habló sobre el tema que titula este texto el miércoles 21 de junio en la noche, junto a Amparo Marroquín y Miguel Huezo Mixco, en el Centro Cultural de España en San Salvador. Quiero recoger aquí una de sus participaciones que explica, en buena medida, esa carencia de símbolos de identidad que nos hacen, ante otras naciones, sentirnos chiquitos, estigmatizados o, como prefiero decir, acomplejados: las élites fundadoras y formadoras de este país han visto con desprecio, precisamente, al país (a su gente y a sus recursos, añado). Es decir, no se han ocupado de generar productos de valor con los que cualquier ciudadano de a pie se pueda identificar. Entonces, al salir de este país o al conversar con extranjeros, uno se siente sin credenciales para presentarse.
En esa lógica, no es extraño escuchar comentarios de “eso no parece de aquí” ante algún producto de buena calidad. “Ese café es tan bueno que no parece de aquí”, “esas pinturas tan bien hechas no parecen salvadoreñas”, “en ese parque te sentís como si no estuvieras en El Salvador”. Un par de estudiantes de mi clase de redacción, luego de visitar por primera vez el Museo de Arte de El Salvador (MARTE), dijeron que ese lugar tan lleno de arte no parecía estar en San Salvador.
Ante esa carencia simbólica que nos coloca en desventaja respecto de otras nacionalidades, se apela al ámbito metafísico para lograr la identificación: los salvadoreños somos trabajadores. En palabras de Castellanos Moya, nos caracteriza el “ADN de la sobrevivencia, el gene guanaco” de salir adelante incluso en las condiciones más adversas. A esto se refirió Ignacio Martín-Baró, uno de los jesuitas asesinados en 1989, al investigar la identidad salvadoreña en la década de los ochenta; para él, la representación dominante del salvadoreño trabajador ocultaba relaciones sociales y laborales muy injustas. Dicho de otra forma, esa representación es la contracara de la explotación que han padecido y padecen millones de compatriotas dentro y fuera del territorio nacional.
Expresión de esa carencia simbólica es la tan extendida noción de que es necesario “rescatar” nuestra cultura, limitada esta a las producciones y tradiciones ancestrales y no tan ancestrales. En este caso, la mirada se vuelca al pasado en busca de lo que no se halla en el presente: símbolos de identidad que nos hagan sentir únicos, orgullosos y dignos. Identificarnos con lo indígena o sentir que eso concentra la “esencia” de la salvadoreñidad es una construcción simbólica que debemos a los intelectuales de hace un siglo, es decir, es una ficción que nos hemos creído.
Pero eso no es malo, todo lo contrario; necesitamos ficciones que creernos, así como productos visibles, con los que identificarnos para superar nuestro sentido de pequeñez, para dejar sin valor la frase de Castellanos Moya: “mis personajes tendrán siempre la misma enfermedad... serán salvadoreños”.