Yo también odiaría la literatura

María Tenorio

MIÉRCOLES, MARZO 30, 2011

¿En qué te puedo servir?, le dije a Edwin (nombre ficticio) desde el escritorio mientras con mi mano derecha lo invitaba a sentarse. Se le veía preocupado, se mordía las uñas igual que cuando toma un examen. Es que mire, María, estamos por terminar ciclo y tengo claro que no voy a pasar su materia. Pues sí, asentí. Es que mire, continuó, en el colegio yo odiaba las clases de Lengua y Literatura. Jamás le encontré sentido a lo que me daban para leer ni a lo que nos dejaban para escribir. Desarrollé una especie de parálisis hacia el español... porque no me ocurre lo mismo con el inglés. Ajá, y cómo te explicás que te haya ocurrido eso, indagué.
 
Entonces el universitario me contó que le dieron a leer libros “horribles” que no tenían nada que ver con su vida real ni con su vida imaginaria (sus sueños, deseos, aspiraciones). Difícilmente recuerda algún título leído. (Yo, en mi mente, los nombraba: El cantar del mío Cid, La Ilíada, Don Segundo Sombra.) Luego, los deberes que le asignaban consistían en redacciones de 800 palabras --más largas que este texto que usted lee-- explicando los sentimientos o los conceptos de un poema o un cuento, a partir de las ideas de su cabeza. (Esto último me pareció un exceso desde el punto de vista del joven, pero también desde el del profesor. Yo también odiaría la literatura, pensé. Me pregunté cómo aquel docente no se aburriría de leer y de corregir tanto palabrerío. ¿Es que era masoquista?)
 
Mi mirada hacia Edwin cambió desde aquel momento. Me imaginé sola ante un poema de Darío o de García Lorca; ante un cuento de Azorín o de García Márquez. ¿Cómo haría para producir 800 palabras en torno a un escrito probablemente ajeno a mi mundo real o imaginario? ¿Cómo me las arreglaría para armar cinco, seis o siete párrafos bien encadenados, donde expresara ideas claras y distintas, que además resultaran significativas, a partir de un poema o de un cuento? La respuesta mía, de Edwin y de la mayoría de estudiantes sería parecida: escribir paja para llenar el espacio fijado por el docente sin preocuparse mayor cosa por la estructura, por el contenido, por la calidad de la lengua escrita. En otras palabras, echarle levadura a cada frase, a cada párrafo, hasta alcanzar la extensión requerida.
 
La conversación con Edwin me hizo entender una de las inquietudes más frecuentes de mis alumnos en torno a la escritura. Muchos creen que la clase de redacción se trata de vomitar letras en el papel o en la pantalla. Se sienten desamparados ante la hoja en blanco y algunos, como este chico, llegan a desarrollar verdaderas fobias hacia las actividades académicas centradas en la lengua.
 
Desde hace años enseño redacción a estudiantes de primer año, de distintas carreras, en una universidad privada de El Salvador. La materia no está orientada a producir textos literarios, tampoco a repasar gramática u ortografía. Más bien ofrece estrategias para defenderse por escrito en el ámbito académico y, luego, en el profesional. Es decir, pretende que se consiga claridad y corrección al responder exámenes y escribir informes, ensayos, resúmenes, etc.
 
Edwin me ha dejado pensando en mi práctica como docente. ¿Qué tareas son adecuadas para jóvenes menores de 20 años? ¿Cómo hacemos para que no se congelen ante la pantalla en blanco? Las respuestas que, por el momento, se me ocurren pasan por el uso intensivo y guiado de internet... pero de eso hablamos otro día. 
 
Ilustración: Retrato de Azorín, por Ignacio Zuloaga, 1941
Etiqueta: